«Vivimos en una época de soledades amontonadas»

La psicoanalista y psicopedagoga Clemencia Baraldi indaga en las relaciones humanas dominadas por un discurso que promueve que más es mejor. «Al consultorio llegan problemáticas infantiles complejas y en cantidades que jamás habíamos visto», revela. El valor de reencontrarse con los hijos.
 
En los comienzos del Centro de Desarrollo Infantil, que está cumpliendo 35 años, ¿qué perfil de pacientes recibían?

—Llegaban chicos con un diagnóstico neurológico o genético. Entre las problemáticas más frecuentes veíamos la trisomía del par 21 (síndrome de Down) que entre otras cuestiones trae aparejada una lentificación en la adquisición del pensamiento, el lenguaje, y en general, de todas las habilidades ligadas al aprendizaje. Nosotras tomamos la mirada de Lydia Coriat, una neuróloga de la que aprendimos mucho, quien marcó un hito al considerar la subjetividad de cada uno de esos niños que atendía. Ella logró que esos pacientes no se desconectaran, no se autizaran, en definitiva, que fueran niños. A los padres que le decían ¿doctora, qué hacemos con estos niños?, ella respondía: no son estos niños, es su hija que se llama Inés, es su hijo que se llama Juan. Promovía la filiación. En los libros de pediatría de hace 60 años los niños y niñas con síndrome de Down estaban descriptos como desconectados, con la mirada perdida, la lengua afuera. Hoy casi no vemos esa situación porque la sociedad, a través de todos esos mensajes, les ha dado una nueva oportunidad. Y quedó claro que más allá del factor biológico hay algo que es decisivo: cómo se constituye psíquicamente cada uno de esos chicos. Entonces, si apoyamos a los padres, si hacemos soporte de la función materna, los niños se «arman» sanamente desde el punto de vista psíquico.

Buscaron romper con esas etiquetas tan poderosas…

—Exacto. Las que suponían que esos niños no iban a poder nada.

Las mismas que decían o dicen: todos los chicos con síndrome de Down, o con autismo, son de determinado modo…

—Sí. Por ese motivo un pilar importante de nuestro Centro fue y es el psicoanálisis, porque el psicoanálisis es el único discurso que hace lugar a la singularidad. Lo que decimos los psicoanalistas es que lo universal del sujeto es que se constituye siempre de una manera diferente. Más allá de la dotación biológica, lo que más importa es cómo ese sujeto se arma. Y por eso hacemos una diferencia entre lo que es el organismo, que viene dado por la biología, y lo que es el cuerpo, que ya requiere de un sujeto que habite ese organismo. Por eso apostamos a que el cuerpo sea saludable aun cuando el organismo haya venido con algún déficit.

Planteaban una dinámica diferente de trabajo respecto de la que existía en la ciudad

—Muy diferente. Cecilia Maidagan, por ejemplo, fue pionera en estimulación temprana. Ella dicta un curso hace años (que es sumamente reconocido) donde trabaja los tres pilares que hacen a la estimulación: la base biológica, la psicológica (sostenida por la teoría psicoanalítica) y lo que hace a pensamiento y lenguaje donde uno de los autores más destacados es Piaget.

Hoy es mucho más común hablar de estimulación temprana en un niño con problemas de desarrollo…

—Es cierto, pero quiero hacer una aclaración, porque la palabra estimulación a veces puede hacer suponer que cualquier estímulo viene bien.

Y no se trata de cualquier estímulo…

—No. Lo que sobre todo es estimulante para un niño o niña es la confianza que puedan transmitirle los padres. Y para que los padres puedan transmitirle confianza a su hijo es necesario que ellos confíen en el terapeuta y se sientan asistidos y contenidos por ese terapeuta. Digo esto porque algunas personas piensan que llevan a su hijo al estimulador, lo dejan, lo van a buscar media hora después, el estimulador le hace mover los piecitos… y listo. En realidad de lo que se trata es de armar vínculo entre el niño y sus padres.

Cuando hay un diagnóstico que incluye un trastorno del desarrollo, ¿siempre implica un shock en los progenitores?

—Totalmente. Todos seguimos diciendo: «Que sea lo que sea mientras sea sanito». Es el decir popular… Pero lo que nosotros intentamos es que esos padres puedan aceptar que no ha venido ese hijo ideal con el que se soñaba. En realidad, lo que se sueña siempre es mucho más ideal de lo que verdaderamente ocurre con los hijos, tengan o no un problema puntual. Lo que promovemos es que puedan conectarse con el hijo que llegó. Que a veces llega muy diferente al que se esperaba, pero que es su hijo. Buscamos relativizar los rótulos. También hacer mucho hincapié en que van a poder tener más adelante una vida independiente porque es lo que hemos visto en todos estos años: la mayoría de los chicos con síndrome de Down se alfabetiza, pueden ser autónomos, muchos logran tener parejas, trabajos (en el marco de lo que denominamos trabajo asistido). Lo que quiero decir es que también se puede ser feliz y tener un lugar en el mundo aun cuando se llegue con esas características.

La mirada social sobre la discapacidad fue cambiando…

—Cada época tiene paradojas, lo bueno y lo malo. Lo bueno es que es muy difícil encontrar hoy a un chico con un diagnóstico de síndrome de Down o neurológico totalmente desconectado, y eso, en parte, es por el cambio sociocultural. Lo malo es que hemos pasado de un extremo al otro. De pensar que porque tenía tal patología dejaba de ser un niño o dejaba de tener futuro, a un presente donde suele haber negación de ciertas patologías, lo que es muy riesgoso. A veces se le pide a un chico que tiene una dificultad real que haga lo mismo que un chico convencional. Eso muchas veces termina siendo completamente desfavorable para el niño.

¿Se refiere a que, por ejemplo, hay una insistencia en los padres de que su hijo con problemas de desarrollo asista a una escuela «normal»?

Hay situaciones en las que sí es posible pero otras en las que no. Hace 35 años yo misma iba jardín de infantes por jardín de infantes pidiendo que los chicos con determinadas problemáticas sean incluidos. Y ahora me sorprendo diciendo cosas que no todos pueden o quieren escuchar, y es, que en ocasiones, la escuela común no es el mejor lugar para un niño si ese chico no juega con sus compañeros en el recreo, si no tiene nada que ver lo que está aprendiendo el resto de la clase con lo que él puede. Yo tomo mucho a Lev Vygotsky, un autor que habla de lo que se llama zona proximal de desarrollo. Eso significa que en un mismo grupo —donde los chicos no tienen todos el mismo nivel— tiene que haber al menos algo proximal respecto a lo que están trabajando. Esto es: un chico puede alfabetizarse en primero, en segundo o tercer grado pero si llega a séptimo y no tiene trazo, no puede dibujar, no se conecta con los compañeros, esa zona proximal no existe ni en lo académico, ni en lo psíquico ni en lo social. Me parece que hay un error en pensar que lo bueno es bueno para todos cuando lo importante para cada chico es poder estar en espacios no endogámicos, es decir, poder estar por fuera de la familia por algunas horas y haciendo lazos con semejantes. Eso es salir de lo familiar a lo extrafamiliar. Eso supone cultivar relaciones de amistad y construir conocimiento. Emilia Ferreiro, quien revolucionó muchas categorías respecto de cómo aprenden los niños, dice: los chicos a veces piensan mucho más cuando dialogan con sus pares que cuando aceptan pasivamente las indicaciones del docente. ¿Por qué? Porque al docente no se le puede discutir, al par sí. Es muy importante que el chico tenga pares. No sólo para sentirse incluido socialmente sino porque con los pares se aprende. Todos los seres humanos necesitamos estar con pares. La inclusión es poder ir al cine, a una actividad en un club o jugar con otros en la vereda, pero sobre todo estar incluido en la familia. Y cuando hablo de inclusión hablo de una inclusión que no oculta las diferencias. Si partimos de que somos diferentes pero tenemos los mismos derechos ¡está buenísimo! Pero si decimos que para estar incluidos tenemos que ser iguales, es lo mismo que decir: todos debemos pensar lo mismo y actuar del mismo modo. Y no es por ahí.

¿En los padres hay una tendencia a intentar que ese hijo que nació con ciertas dificultades sea «igual al resto»?

—Sí. Y en un punto tienen todo el derecho, pero les hacemos mal a nuestros hijos, no sólo al que tiene una discapacidad, sino a todos, cuando negamos las dificultades que tienen. Hay que acompañar a los hijos, con o sin patología, teniendo en cuenta las dificultades que tienen.

 
¿Por qué hay tantos chicos medicados por trastornos de aprendizaje o por hiperactividad?

—Hay colegios «paquetes» de Buenos Aires donde el 60 por ciento de los alumnos está tomando ritalina porque se supone que tienen síndrome desatencional. ¿Cómo es esto? ¿No será que en todo caso están sobreexigidos por ciertos ideales? ¿Todos necesitan doble escolaridad? ¿Todos necesitamos lo mismo? Creo que es importante aceptar que hay chicos que pueden hacer un buen tránsito por una escuela bilingüe y otros que no, o que algunos necesitan más tiempo. No se es menos por eso.

Encima estamos en un contexto donde las exigencias se profundizan

—Acá podemos introducir un tipo de problemática que tenemos en esta época de la posmodernidad donde ha triunfado, lamentablemente, lo que llamamos discurso capitalista —que nos hace suponer a todos que cuanto más mejor, que no importa de que forma mientras haya un rédito monetario—. No podemos entender la subjetividad fuera de la época en la que estamos. Hoy todo es ya, aquí y ahora, con lo cual se desvalorizan muchísimo los procesos de construcción del aprendizaje, los lazos entre las personas (nos hemos convertido en objetos de consumo y por momentos perdemos la capacidad de pensar y de sostener nuestras ideas). Entonces parece que el éxito se nos impone como lo más valioso. Y en esto del éxito fácil, algo que padecen mucho los adolescentes, por ejemplo, insistimos en que más es mejor. Más horas en la escuela mejor, más seguidores en las redes mejor. Más plata mejor. Pero ¡cuidado! porque no es cuestión de más, es cuestión de cómo, cuándo y sobre todo es cuestión de con quién. Hemos perdido muchos valores ligados a la solidaridad, y ahí desconocemos que no sólo hay que ser solidario por una cuestión ética sino que uno verdaderamente se siente mejor cuando mira al otro, cuando también puede ayudar al otro. No es el otro o yo. Es yo con el otro. Los seres humanos necesitamos vínculos. Por eso los psicoanalistas hablamos de sujetos, porque nos sujetamos con otros. Estamos inmersos en una comunidad. Pero yo observo que vivimos en una época de soledades amontonadas. No hay verdadero lazo con el otro, encuentro con el otro…

En medio de este panorama, usted asegura que hay más problemáticas relacionadas con el desarrollo en los niños

—Sí. Muchas. Exponencialmente ha crecido el diagnóstico de lo que se denomina TGD (Trastorno Generalizado del Desarrollo), autismo o trastornos del espectro autista. O el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad. Y aunque puede haber sobrediagnósticos, hay más, sin dudas. En los adultos vemos que aumentaron los ataques de pánico. O que las neurosis actuales no son las de antes. De allí que crea que debemos preguntarnos como sociedad qué nos está pasando para que haya un incremento tan grande de ciertas problemáticas. En esta vertiginosidad nos está faltando un tiempo real para sostener los lazos y los vínculos. Todos corremos detrás de supuestos éxitos y nos privamos de estar con nuestros hijos cuando nos necesitan, con nuestros amigos y hasta nos olvidamos del encuentro con nosotros mismos, del hecho de poder preguntarnos: ¿es esto lo que quiero?

Se dice, últimamente, que no es tan relevante el tiempo que dedicamos a los hijos sino la calidad del vínculo…

—Es un poquito tramposo eso. Porque el tiempo dedicado es muy importante. Si no hay cierta cantidad no puede haber calidad. Y hay otra confusión, muy peligrosa, que es suponer que el tiempo que uno no les da, que no les pone el cuerpo, se los puede dar la tecnología. Entonces los chicos pasan largas horas hiperconectados con sus aparatos. Incluso en niños o niñas con autismo vemos que muchos usan de «chupete» la tecnología, el telefonito, la pantalla. Lo cierto es que la máxima necesidad de un niño pequeño, con o sin patología, es la de ser alojado por el deseo de sus padres. Esto jamás puede compensarse con la tecnología. Y no hablo en contra de ella sino de su mala utilización. También he visto a las madres o padres en la plaza con su celular y el nene solito, porque compramos que tenemos que estar todos en todo. Dedicar tiempo a nuestros hijos es poner el cuerpo, no nos olvidemos de eso.

El Centro de Desarrollo Infantil está cumpliendo 35 años. Clemencia Baraldi, psicóloga, Cecilia Maidagan, especialista en estimulación temprana, y Noemí Bloj, fonoaudióloga, tomaron en 1983 la determinación de armar un equipo interdisciplinario para realizar diagnósticos y tratamientos de problemas que produjeran en bebés, niños y niñas alteraciones en la atención, la memoria, la percepción, el lenguaje o la interacción social.

También se sumaron a ese equipo profesional Ana Baldoma, fonoaudióloga, Viviana Dujofne, psicóloga y la neuróloga Cristina Macat.

Inspiradas en el Centro Lydia Coriat —donde Baraldi y Maidagan habían transitado parte de su formación profesional— crearon en Rosario un espacio de referencia en el abordaje del síndrome de Down, otros trastornos genéticos, y de diversas índoles.

«Lydia Coriat fue una gran neuróloga que no sólo sabía mucho de la especialidad sino que había leído a Freud, Piaget y muchos otros autores que le permitieron dar a su trabajo un rasgo distintivo por el cual ubicaba la subjetividad y la singularidad de cada uno de los pacientes que atendía, algo que de hecho, ahora se está perdiendo», comentó Baraldi.

En conmemoración del aniversario del Centro de Desarrollo Infantil (donde hoy trabajan casi 20 profesionales de distintas áreas) la psicoanalista presentará su nuevo libro El nacimiento del padre, procesos de subjetivación, épocas, discursos el viernes 28 de septiembre a las 17.15 en en la facultad de Psicología de la UNR. La entrada es libre y gratuita y no se necesita inscripción previa.